En la oficina. Después de horas de café y guitarras en los oídos, entro al baño a despejar el estómago y la mente. Miro debajo de las puertas para encontrar un espacio libre. Zapatos negros. Zapatos negros. Zapatos negros y detrás del último sanitario, se asoman unos tenis naranja iguales a los míos, el mismo modelo. Por un segundo cabe la posibilidad de ser una entidad fuera del cuerpo o en un tiempo distinto. El yo defecador está adentro, sentado en el excusado y el yo observador está afuera, mirándome, desplazamiento o viaje en el tiempo. Pero un segundo después, nada de eso. ¡Ah, la mierda! Ese cabrón trae mis tenis, un par igual a los que compré en oferta hace unos meses. El color naranja sube desde mis pies hacia la cabeza a través de las venas. Mi rostro acalorado voltea hacia el espejo, arquea las cejas en señal amable de contener las ganas de gritar “chinga tu madre” y comienza a emitir punzadas y pequeñas gotas de sudor. Un imbécil con mis tenis naranja, idénticos. Un imbécil con el mismo gusto. ¡Vaya mierda! Casi como si escuchara mis reclamos, el usurpador de gustos tenísticos, que resulta ser uno de los contadores, sale del baño y mira hacia mis pies. También se encabrona.

Minutos después, ya adentro, con la mente despejada, pienso que es tremendamente imbécil molestarse porque otra persona traiga las mismas prendas que tú. El supuesto sistema que nos pretende únicos es, irónicamente, un dictador que diseña uniformes lindos y baratos. Si el contador trae mis tenis naranja es solo la punta del iceberg, es lo visible de una infinidad de comportamientos que nos hacen similares. Seguramente creció en una unidad habitacional, estudió en escuelas públicas y pretende ser un hombre relajado a pesar de las tensiones de la ciudad. Por dentro tenemos, mínimo, quinientas cosas en común. Como la ilusión de un aumento de sueldo, la muerte inevitable y las lagañas.